Texto por: Seba Schirmer L. / Ilustración: Rafa Angluo @kipper_art
A fines de junio estuve de cumpleaños y, como a todos desde marzo, me uní al club de los que debieron celebrarlo encuarentenados. Celebrar un cumpleaños, en realidad celebrar algo, en medio de una pandemia es algo singular y no menos extraño. Primero, por las razones obvias, celebrar algo mientras hay gente que sufre hambre, fallecimientos o incertidumbre laboral es un contraste fuerte, pero como todo en la vida, la presencia de esos contrastes es propio del universo en que vivimos y no debemos negar ninguno de los dos. En segundo lugar, la imposibilidad de reunirse con amigos y seres queridos también hace que celebrar se reduzca a algo muy íntimo (el hogar) y con suerte una videoconferencia. Y, como saben los que lo han intentado, festejar por videoconferencia es un desastre. Cuesta muchísimo conversar o mantener siquiera un mínimo de entendimiento en la cacofonía de voces. Unos que intentan hablar con otros, otros cuyos perros tienen un concierto a tres ladridos, aquellos con niños pequeños o guaguas que chillan en el fondo, el que tiene una conexión pésima y llega con desface o grita, como si eso mejorase los errores de conexión, y esos con música de fondo. En definitiva, utilizar plataformas diseñadas para conferencias o reuniones formales simplemente no funcionan en un encuentro casual, donde las conversaciones se cruzan, las interacciones son muchas y el ruido demasiado. Además que tiene algo de penoso el beber frente a una pantalla, aunque sea ciber-compartiendo.
Fue un cumpleaños extraño en el que opte por simplemente no hacer nada, razones hay para celebrar, sigo otro año vivo, mi familia creció y esta sana; pero la gente con la que uno quiere compartir no está aquí y, quizás, ellos no tengan razones para compartir. Pero el otro año será otra historia.