Un relato sobre Puerto Varas… imperdible.
IG @flojaenlacuerda
Primera escena de lo que podría ser una película muda de Buster Keaton, o de Chaplin: una joven camina hasta llegar a una esquina y de inmediato se detiene porque pasan autos. Pero, y ahí debería estar puesto el acento para generar el gag, en el exacto segundo en que ella arriba a la esquina y se detiene, también frenan los autos. Tanto la joven como los autos quedan freezados como en una sesión de zoom con mala conexión. Ni los autos siguen su marcha, ni la joven cruza. El mundo queda detenido. ¿Cuánto tiempo pueden estar así? El tiempo necesario hasta que el director considere que el gag terminó, el tiempo necesario hasta que el wifi vuelva, el tiempo necesario hasta que alguna de las dos partes entienda que debe dejar de esperar a que la otra parte tome la iniciativa. Es decir, esa escena va a destrabarse o cuando la joven finalmente se decida a cruzar la bendita calle o cuando finalmente los años pasen y esa esquina sea transitada por nuevos automovilistas que no sepan que ahí, en esa misma esquina, cuando esa ciudad era otra y las costumbres también, sucedían cosas tales como esas: los autos en las esquinas frenaban para darle paso a la persona que esperaba para cruzar.
Segunda escena: un auto transita por una carretera hasta que llega a un cruce y hay un cartel de bienvenida que anuncia: “En esta ciudad no sobran habitantes. Maneje con cuidado”. Supongamos que ese cartel municipal fue el que durante años dio a los visitantes la bienvenida a Puerto Varas. Entre un grupo de trabajadores de Bahamonde ―porque hay que aclarar que en aquella época ya estaba Bahamonde y ya en aquella época era un hombre grande― evidentemente había alguien que desentonaba y que tenía sentido del humor. Y a ese alguien evidentemente le tocó hacer la señalética. Todavía hoy pienso en ese cartel y lloro del ataque de risa, porque:
Supongamos por un momento que la joven de la primera escena era yo. Que ya no soy tan joven.
Supongamos que todo eso pasó hace unos veinte años. Puerto Varas era una ciudad pequeña, un pueblo. Un paraje, más bien. Durante el tiempo que viví ahí no hubo esquina en la que no frenara para dejar pasar a los autos, una costumbre que arrastraba de mi ciudad, en donde los que andan en vehículos siempre se rigen bajo el pintoresco lema: si puedo te piso. Y durante el tiempo que viví ahí, en Puerto Varas, no hubo esquina en la que los autos no frenaran para dejarme pasar a mí. Así anduve, entre escenas como esas y un servicio meteorológico que abarcaba todos los tonos del sur, gris lluvia, blanco nube, blanco nieve, negro noche, gris tristeza, negro humo, blanco frío, gris niebla, gris caricia, cielo gris, cielo nube, cielo lluvia, cielo encapotado, cielo siesta, cielo leña, cielo beso, cielo alerce, cielo humedal, gris lana, así, desbordada de esos colores y permanentemente frenada en las esquinas, viví dos años.
Contar que llegaba de una ciudad enorme no tiene sentido. Es obvio. Contar que mi hermana fue a visitarme una semana y al tercer día me dijo: ¿vos no estás agotada de saludar a cada persona como cuatro veces al día? también es un poco obvio. Pero es un recuerdo simpático porque, además de hablar de la vida en Puerto Varas de aquel entonces, también habla de la neurosis de mi hermana. También podría contar que una de esas tardes en que mi hermana estaba boyando por ahí conmigo, aburriéndose (ella solía decirme: ¿no te aburrís acá?, no hay nada para hacer), en uno de los dos bares que había, no el que estaba en la esquina sino en el otro, porque al que estaba en la esquina de seguro iría a la noche siguiente de esa tarde, andaban unos que buscaban a un otro. Pongámosle nombre al buscado: Mengano. No sabían nada de él, de su paradero y lo estaban buscando por vaya a saberse qué motivo. Mi hermana fue a comprar cigarrillos al puesto de diarios. Junto al puesto de diarios charlaban entre sí dos hombres, hablaban de Mengano, de que venían de estar con él, que Mengano esto, que Mengano aquello. Mi hermana escuchó. Contar que cuando mi hermana regresó al bar y dijo: en el puesto de diarios mientras compraba cigarrillos escuché que unos hombres hablaban de Mengano, parece que pasó la tarde en… en compañía de… y también con…, contar que mi hermana dijo eso y que al instante recibió el título que la habilitaba para ser verdadera pueblerina, contar la ovación, contar que en su muy breve estadía en Puerto Varas ella logró un magister en cómo saber todo acerca de todos y cuál es la forma en que circula la información en los lugares pequeños, contar eso no tiene sentido porque también, a esta altura, ya es obvio.
Contar que yo no quería bajo ningún concepto pecar –vade retro satanás- de promiscua en un lugar tan pequeño, es ser sincera. Por eso le transmití mi inquietud a una amiga más grande, que me había hecho al poco tiempo de llegar. Y ella, con esa seguridad que solo ella tenía, en un acto de sabiduría me dijo: pero por favor ni te preocupes, esto es un pueblo, somos pocos, acá tarde o temprano todos nos acostamos con todos. Válgame dios, la virgen santa y los ángeles, a mi angustia le llegó la paz: los que vivíamos allí, cruzándonos decenas de veces cada día, compartíamos el mismo pecado, el de conocer las bombachas y los calzoncillos de todes.
Hace unos meses cumplí cuarenta y cuatro. En los últimos años regresé a Puerto Varas varias veces. No tengo que decir que el gag de película en blanco y negro ya no sucede: ningún auto frena cuando me ve en la esquina. Yo, sola, soy la que sigue esperando a que pasen, igual que hago acá, en Buenos Aires. Tampoco me cruzo ni saludo a nadie en la calle, hay tanta gente –y que además ni conozco- que eso sería imposible. Pero aun así, un poco porque soy carne de la nostalgia, y para reencontrarme con esa pátina que me es propia y en la que me reconozco, igual que los colibrí que se mueven pero sólo para lograr permanecer en el mismo lugar, en cada oportunidad que resuelvo viajar y me muevo hacia allá anhelo con todas mis fuerzas que el gris lluvia, el gris tristeza, el viento gris, el gris lana, el gris leña estén ahí, igual que siempre, dándome la tranquilidad de habitar por un rato, la costumbre.