Por: Catalina Billeke Brancoli, Fundadora de Sur Adicta (@suradicta)
Un clásico de los viajes de mi niñez era recorrer los cementerios de los distintos pueblos y ciudades que visitábamos; según las palabras de mi padre, estos lugares en cierta forma eran un libro para recrear la memoria colectiva del territorio, un párrafo de la historia local, un observador de despedidas y penas, un museo abierto y, por supuesto, un referente del patrimonio tangible e intangible de las comunidades. Dicho de otra manera, los cementerios son mucho más que un depósito de restos mortales, porque también son lugares de memoria que resguardan el pasado y permiten la construcción de una conciencia histórica en permanente actualización.
En esta línea, se me viene a la cabeza la arquitectura funeraria Huilliche, en especial el cementerio de Misión San Juan en la Provincia de Osorno, en donde las tumbas son la representación de la casa de quien despiden; también, el espacio funerario católico de Puerto Octay, que se caracteriza por sus sepulturas que miran hacia el lago Llanquihue y el volcán Osorno; además, recuerdo con nostalgia ciertos ritos en torno a la muerte que hoy se ven con menos frecuencia en la ciudad, como por ejemplo las animitas, el recorrido a pie de las personas tras el velatorio o el gesto de bajar las cortinas del comercio cuando pasaba el carro fúnebre.
Desde mi visión, la falta de espíritu comunitario y espiritual, la falta de planificación de las ciudades y el acelerado quehacer cotidiano, han generado escuetos signos de muerte en el habitar cotidiano. Pongo el caso de los nuevos cementerios, que se han transformado en verdes paisajes en las zonas periféricas de las ciudades y que parecen –como dicen en la película Capitán Fantástico de Matt Ross— verdaderas canchas de golf, o en cómo la construcción de las autopistas y la concesión de las carreteras han sacado las animitas del entramado vial. Es como si la muerte no existiera o molestara, y se hubiera transformado, irónicamente, en una forma de sepultar toda expresión del enfrentamiento a lo inevitable.
Sabemos que hablar de la muerte no es un asunto fácil, pero si algo aprendimos con esta pandemia, es que la muerte está a la vuelta de la esquina, y que las expresiones y los rituales de despedida son fundamentales para generar una contención colectiva y así lograr, sobre todo, decir adiós.
El vaso medio lleno de todo este asunto es que existen diversas iniciativas que buscan resguardar cementerios con alto valor cultural, como es el caso de la Red Iberoamericana y la Red Dominicana de Valoración y Gestión de Cementerios Patrimoniales, que agrupa instituciones de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, Francia, Honduras, México, Perú, Uruguay, Venezuela y República Dominicana, con el fin de dignificar estos espacios simbólicos en torno a la muerte.
Mi llamado, en última instancia, no pasa por terminar con las famosas “canchas de golf”; por el contrario, es una invitación a reflexionar sobre cómo queremos representar la muerte según las riquezas, los dolores, la identidad y la historia de cada comunidad y territorio. En otras palabras, es volver a recordar que la muerte no nos habla de la ausencia, sino más bien de una presencia viva en nuestra memoria individual, familiar y comunitaria.
No sepultemos a la muerte: démosle paso mediante la construcción colectiva de paisajes, rituales y espacios de memoria y devoción.